“¡Tienes el estómago lleno de bichos!” Así fue como conseguimos que Selene, mi ahijada de catorce años, entendiera los perjuicios de su adicción al dulce, tarea nada fácil de explicar y menos aún de entender y de gestionar por su parte. A veces lo sencillo se vuelve tan complicado que aunque la evidencia nos grite no lo vemos, y eso fue lo que ocurrió con la ansiedad de una adolescente en pleno desarrollo hormonal a quien calificábamos de “tragona” cuando se abalanzaba sobre la comida o cuando necesitaba acompañar cualquier plato de cantidades desorbitadas de pan.

¿En qué momento comprendí que nos enfrentábamos a un trastorno alimentario y no a una mera glotonería? Pues el día que, tras un disgusto con una amiga, se comió una tableta de chocolate en quince minutos; ahí algo me hizo click y empecé a detectar que sus abundantes desajustes emocionales, propios de la edad y de sus circunstancias personales, iban seguidos de un atracón que, si bien no era aún alarmante, sí era lo suficientemente serio para tener que tomar medidas. Como la propia Selene nos explicó, la comida rica la hacía sentirse bien, de modo que cada decepción iba seguida de helado, hamburguesa, galletas de chocolate, pasteles o morenitos, cualquier cosa que le proporcionara un subidón rápido de azúcar con el que conseguía acallar temporalmente su inquietud.

Quienes hayáis escuchado a mi socia Begoña Bacigalupi sabréis que esto va seguido de una caída en picado y, por tanto, una nueva necesidad de azúcar que con el tiempo se convertirá en un ciclo infinito de insatisfacción.

Una vez detectado el problema planteamos una solución por una doble vía: por un lado, había que actuar sobre su sistema nervioso para ir disminuyendo su ansiedad, y por otro había que reeducar su alimentación para detener la adicción al azúcar.

Cuando empezamos a trabajar con ella y con su familia encontramos que aunque su mente adulta entendía el problema, su corazón infantil se resistía a lo que veía en el plato: más verdura, menos pan y nada de kétchup o mayonesa para que estuviera rico. Su cerebro azucarado y su insatisfacción vital le impedían valorar que el esfuerzo era por su bien. Por suerte la ayuda llegó de forma fortuita el día que Bego le explicó que parte de su necesidad de dulce provenía de que su aparato digestivo estaba lleno de “bichos malos” que se quieren ese azúcar para hacerse cada vez más grandes y numerosos.

Selene entendió que a los bichos malos los vencían los buenos, a los que sí les gustaba la comida saludable. De esta manera, cuando en la mesa se encontraba con brócoli con pollo a la pimienta, sopa de verduras con mejillones, pastel de coliflor o ensalada de garbanzos con quinoa, comprendía que estaba alimentando al ejército bueno y así fue reeducando sus hábitos y acostumbrando su paladar a los nuevos sabores.

Si crees que tú o alguien de tu entorno puede estar utilizando la comida como ansiolítico y te gustaría que no fuera así, no dudes en contactar con MADEJA. Analizaremos tu caso y te propondremos una vía de salida adecuada a tus circunstancias y a tus necesidades